Lanzada en 1977, la sonda Voyager 1 es mucho más que un instrumento científico: es un poema en movimiento, una cápsula de curiosidad humana que navega por el silencio del espacio interestelar. Su misión original era estudiar Júpiter y Saturno, pero su viaje se extendió más allá de lo previsto, convirtiéndola en el objeto creado por humanos más alejado de la Tierra.
Hoy, Voyager 1 continúa su travesía por el vacío, enviando señales débiles pero valiosas desde más allá de la heliosfera, la burbuja protectora del Sol. En su interior lleva el famoso Disco de Oro, una colección de sonidos, imágenes y saludos en 55 idiomas, como una botella lanzada al océano cósmico con la esperanza de ser encontrada por alguna inteligencia futura.
Su cuerpo metálico resiste el frío extremo y la radiación, mientras su antena apunta hacia casa, como si aún escuchara el eco de quienes la crearon. Cada bit de información que transmite es una carta desde el borde del abismo, una prueba de que la ciencia puede ser también poesía.

